Pneuma «Colección Histórica
(Judeo-Sefardí)» PN-810
2006
Klezmer Sefardí
PRESENTACIÓN DE UNA PROPUESTA NUEVA
La música es capaz de trascender las fronteras del espacio y el
tiempo, y transportar una misma
carga emocional a todos los públicos. Por ello realizamos
nuestros sueños de unas músicas de otros tiempos, de
otras geografías y otros grupos humanos abordando un repertorio,
tan lejano en su apariencia como cercano en su mensaje, con
músicos de orígenes y formación tan diversa como
un español, dos hermanos búlgaros cristianos, un
sudanés musulmán y un judío argentino de origen
europeo oriental.
El resultado es Klezmer Sefardí: antiguas músicas
judías originarias del Este de Europa, los Balcanes y el
Mediterráneo, en las que resuenan los ecos del desarraigo de los
judíos expulsados de la Península Ibérica, que se
llaman a sí mismos sefardím, (en hebreo
españoles, aunque sus antepasados hubiesen residido desde hace
cinco siglos en el Magreb, el Imperio Otomano o Europa del Este), junto
con las particularidades sonoras de los judíos ashkenazím,
que desde el sur de Alemania se desparramaron por Ucrania, Bielorrusia,
Rusia, Polonia, los países bálticos, Moldavia,
Rumanía, Hungría, Chequia, Eslovaquia y el resto del
mundo.
Para ello hemos imaginado un escenario verosímil en torno al
río Danubio, límite permeable de ambas ramas de la
cultura judía: al norte los ashkenazíes y su
lengua (el yidish, alemán antiguo condimentado de
palabras hebreas y eslavas) y al sur los sefardíes con
la suya propia (judezmo), fósil viviente del primer
castellano nacido antes del siglo XIV. Integrando sus contrastes
musicales e instrumentos: melodías arabizantes en úd,
kaval, qanún y darbúka al sur de la cuenca fluvial,
contra discursos sonoros fácilmente confundibles con los de
gitanos, ucranianos y europeos orientales al norte, con el
acordeón, violín y clarinete. Todo ello con el poderoso
nexo de unión intangible en la expresión vocal e
instrumental.
No queríamos quedarnos en un mero experimento de fusión y
por ello Klezmer Sefardí se articula en torno a un
contexto histórico y social determinado: una boda entre miembros
de sendas comunidades judías a finales del siglo XIX, cuando
ambas subculturas están en su apogeo, antes del Holocausto, el
nacimiento de Israel y la globalización posterior. Hemos
consultado e investigado toda fuente a nuestro alcance, incluida en la
tradición oral, para perfilar un collar de melodías de la
época, entonadas en los términos de sus particularidades
y generalidades, desde la instrumentación a los matices
interpretativos.
Sin embargo, como toda recreación, no es más que una
fantasía de virtualidad al servicio de la comunicación
musical contemporánea, a la que hemos querido sumar nuestra
propia capacidad, sensibilidad y biografía. Esperamos que llegue
a sus corazones con la misma frescura y
naturalidad con la que ha brotado de los nuestros.
Un bagaje diferente
A estas alturas del mundo "no hay nada nuevo bajo el sol", como
decía Salomón bajo el seudónimo de
Eclesiastés. Pero puede haber nuevas miradas y oídos
asombrados. Esta es nuestra intención al presentar este
repertorio de una misma estirpe y diferentes tradiciones, no
sólo por las divergencias de costumbres musicales de sefardíes
y ashkenazíes, sino aún dentro de ambas
subculturas y en relación con el entorno no judío en que
se desarrollaron.
Para alcanzar dicho objetivo, no solo es preceptivo conocer los
repertorios sino estar empapados de su alma, de sus miradas, de su
forma de oír y soñar. Y ello solo nos parecía
posible desde una óptica multi-angular de religiones, culturas y
geografías diversas. Y como sucede en los sistemas en los que
intervienen tantas variantes, el resultado pasa de un caos a un cosmos
que se auto-organiza y genera efectos impredecibles. Sucede en la
conjunción instrumental, donde el qanún suena a cimbalón,
el acordeón a órgano o cello, el úd se
percibe como pizzicato del violín, el def y el tar
se transforman en bombo y platillo y el clarinete en trompeta.
No importa si no se entiende la letra, si los pies bailan con un ritmo
distinto del que dicta la cabeza o si las notas hieren el sentido
común: simplemente deja que la magia de la música haga lo
que tiene que hacer.
Sefarad y Ashkenaz
Los judíos fueron expulsados de la Judea romana a comienzos de
la era cristiana por el emperador Tito, a causa de sus constantes
rebeliones, dispersándose por las diferentes provincias del
Imperio. Con la caída de Roma a manos de las tribus
bárbaras, los judíos fueron expulsados de varios
territorios cristianizados, aunque más tarde Carlomagno les
devolvió la libertad religiosa de que antes habían
gozado, lo que les permitió migrar hacia el norte y este del
continente europeo.
En el otro extremo continental, la invasión musulmana de
España propició una era de tolerancia y prosperidad para
las comunidades judías asentadas en la península, que
conocían a través de la Biblia como Sefarad, antes de que
los cristianos la denominaran España y los musulmanes
Al-Andalus. Primero bajo gobierno musulmán hasta el siglo XIII y
luego bajo la protección de los reyes cristianos, los
judíos gozaron de libertad religiosa y cierto grado de
autonomía jurídica, progresando no solo
económicamente sino también participando de forma muy
activa y señalada en las artes y ciencias, y aún en la
política. Sin embargo, el proceso de reconquista y
unificación que culminó a manos de los Reyes
Católicos, Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, con
la toma del ultimo bastión musulmán en Granada en 1492,
trajo consigo la dolorosa decisión real de expulsar (o forzar a
su conversión) a los judíos que allí establecieron
su hogar desde los inicios de la era cristiana y aún antes.
Debieron dejarlo atrás todo y partir hacia una segunda
diáspora que los dispersaría por Portugal (de donde
serían expulsados al año siguiente, llegando muchos de
ellos a Holanda), el norte de África y el fondo del
Mediterráneo, como súbditos de los sultanes otomanos,
cuyo imperio abarcaba entonces no solo la actual Turquía, sino
Grecia, buena parte de los países balcánicos, Egipto,
Oriente Medio y varias islas del Mediterráneo.
El estudioso Días Más nos refiere una anécdota del
sultán Bayaceto II quien, al oír que un cortesano alababa
la prudencia política de Fernando de Aragón, pensando en
los judíos contestó: "¿Como queréis que
considere buen gobernante a un hombre que empobrece su reino para
enriquecer al mío?".
Los judíos se integraron como una nacionalidad más (junto
a armenios, búlgaros, persas, etc.) en el imperio otomano,
aunque sin contar con un territorio propio, asentándose
principalmente en las ciudades, a las que llevaron gran parte del
bagaje científico y tecnológico de Occidente, como la
imprenta. En esos dominios, en 1651, un sefardí de Esmirna
llamado Shabtay Zevi (1626-1676), se autoproclamó mesías,
anunció la restauración de Israel y logró atraer a
gran número de seguidores de todo el mundo judío, pero
ante la presión del sultán Mehmet IV se convirtió
al Islam en 1666, lo que llevó a la decepción y
desánimo generalizados de muchos judíos. Pese a ello, los
sefardíes lograron conservar no sólo su fe y liturgia,
sino también la lengua cotidiana con la que se entendían
con sus antiguos vecinos, un idioma español aún en
ciernes a la hora de su exilio forzoso, al que salpimentaron de
expresiones en árabe, turco y hebreo y que se conoció en
Marruecos como haquetía, en Turquía como judezmo
y, en general, como djudeo-español o ladino.
Mientras, los judíos que migraron durante la Edad Media hacia
las tierras del norte y este de Europa, y que en el siglo XI
sólo representaban al 3% de la población judía
mundial (hoy cerca del 80%), se asentaron preferentemente a lo largo
del río Rin y especialmente en Polonia, donde hacia el
año 1400 se convertirían en la mayor comunidad
judía del momento, y seguirían siéndolo hasta el
Holocausto a manos de los nazis en el siglo XX. Estas comunidades
utilizaron a lo largo de la historia varios idiomas, entre ellos una
lengua eslava extinta llamada canaaneo. Pero principalmente su
idioma fue el yidish, mezcla de alemán antiguo con
hebreo y eslavo, escrito con caracteres hebreos. Estos judíos se
conocen desde entonces como ashkenazíes, nombre que
desde el siglo X utilizaron los estudiosos rabínicos para
denominar a los moradores de la cuenca del Rin a su paso por Alemania.
Estas dos culturas judías, sefardíes y ashkenazíes,
desarrollaron algunas diferencias rituales y de usos, por ejemplo, en
la dieta de la Pascua, en las leyes de alimentación (kashrut)
o en la costumbre ashkenazí de dar a sus hijos nombres
de familiares fallecidos, mientras los sefardíes solían
repetir en su prole el nombre de sus padres. Pero, en ambos casos,
conservaron el mismo texto sagrado (Tanaj o Biblia) escrito en
el antiguo idioma del pueblo de Israel (el hebreo), que reservaron para
la liturgia.
Música y diásporas
La destrucción del Templo de Jerusalén supuso tal golpe
moral, que los rabinos prohibieron en las sinagogas toda muestra de
música instrumental y no litúrgica, a excepción
del soplo del shofar, el cuerno de carnero, puente sonoro hacia
la Divinidad que solo resuena en las fiestas sagradas de Rosh
Hashanáh (Año Nuevo judío) y Yom Kipur
(Día de la Expiación). Ello no fue obstáculo para
que el canto alegre y las melodías instrumentales sonaran fuera
de los recintos de oración en fiestas como Purim (el
carnaval judío que conmemora la liberación de la
opresión babilónica), Janukáh (fiesta de
las luminarias) o Simját Toráh (la fiesta de
reinicio de la lectura del Pentateuco) y en celebraciones como bodas,
circuncisiones (brit milá) y ritos de paso a la vida
adulta (bar mitzváh).
El desarrollo de la vida musical de ambas comunidades, sefardí
y ashkenazí, evolucionó de forma divergente,
adaptándose a los usos locales de los sitios que habitaron. Por
ello resulta tan difícil encontrar un nexo de unión que
defina a la música judía: si en el imperio otomano
prevalecieron las escalas musicales orientales (maqámát),
en el norte dominarían elementos de origen caucásico; si
a orillas del Mediterráneo los judíos tocaban el úd
(laúd árabe), la darbúka (tambor de copa)
y el ney (flauta oblicua árabe), al norte irían
imponiéndose el violín, el tsimbl (salterio
percutido similar al actual cimbalon húngaro) y,
después, el clarinete.
Pese a ello, las pautas del canto religioso (taaméi
mikráh o cantilación) habían sido establecidos
y aceptados universalmente a partir del siglo XI, aunque su
interpretación fue variando con el tiempo en virtud del
aislamiento y los avatares propios de las tradiciones orales. Por
tanto, la música sagrada siguió manteniendo unas pautas
más o menos uniformes en todo el cosmos judío. No
sucedió, sin embargo, lo mismo con las músicas profanas.
Los descendientes de los expulsados de Sefarad fueron acumulando en su
segundo exilio un tesoro de coplas, romances y cantes en su antigua
lengua que fueron adaptando a melodías lugareñas o que
les recordaban su origen hispánico. Se trata del acervo conocido
como música sefardí y, que hasta hace pocas
generaciones se transmitía generalmente de madre a hijas,
acompañando los instantes más preciados del ciclo de la
vida: cantos de circuncisión, nanas, coplas de enamorados, de
sufrimiento, alegrías, vida y muerte, que lograron conservar una
memoria fresca y viva de la lengua judeo-española siglos
después de su trágica salida. Por ejemplo, las bodas
solían estar amenizadas por cantaderas (cantantes) y tañederas
(mujeres que tocaban panderos), junto a músicos (llamados chalguigís)
que las acompañaban con úd, qanún
(salterio árabe) y darbúka.
Por otra parte, las raíces de las melodías y canciones ashkenazíes
se confunden con la de los pueblos de su entorno: alemanes, rusos,
polacos, bálticos, rumanos, gitanos; con letras entonadas en un yidish
cuya pronunciación varia en gran medida según la latitud
de las aldeas (shteitl) de donde fuera originario el cantante,
desde Besarabia (actual Moldavia) a orillas del Mar Negro, a los
acentos lituano y letón del Báltico, o de la Galazia
polaca. En ellos se gestaría además un amplio repertorio
instrumental con que las orquestas de klezmorím (plural
de klezmer, músico popular) amenizarían las
fiestas y acompañarían los bailes. A pesar de su baja
consideración en la escala social, apenas por encima de los
mendigos, estos músicos errantes desarrollaron una gran
reputación, tal como demuestra el refrán que afirma que
según sea el klezmer, así resultara la boda.
Klezmer, música espiritual
La palabra espíritu, en español, tiene la misma
raíz etimológica que el aliento, lo respirable. Pero su
verdadero origen esta en una traducción del hebreo de la palabra
neshamá, a la vez espíritu, alma, aliento,
respiración. Y de ese mismo tronco común arranca la
historia de la música de los klezmer: los sonidos
espirituales de los judíos de Europa Oriental. A su vez, la
palabra klezmer no podía ser más elocuente; en
hebreo es un vocablo compuesto (kli-zemer) que significa
instrumento melódico. Ese es el nombre con que se ha
generalizado esa música lánguida, salpicada de
referencias orientales, característica del judaísmo ashkenazí.
Los klezmorím se reunían y formaban
pequeñas orquestinas de instrumentación variada llamadas jevrisa
o kapelye. A veces les acompañaba un badjon
(cómico, presentador y eventual cantante de temas populares en yidish),
intérpretes que sentarían la base para la
formación de un incipiente teatro judío. El oficio de klezmer
era hereditario: el poeta I.L. Peretz llegó a decir que si uno
quiere saber cuantos hijos varones hay en casa de un klezmer,
no tiene más que mirar en las paredes, donde cuelga un
número idéntico de violines al de retoños.
Dice Joachim Stutchewsky en su libro ‘Klezmorim (Jewish Folk
Musicians)‛ , "la cuna de la música klezmer no está
en las cortes de los nobles, ni en los salones de los
aristócratas y ricos, ni en las aulas junto al piano y, por
supuesto, que tampoco lo está en las partituras".
Stutchewsky, heredero en su propia historia personal de la
tradición klezmer, reconoce como rasgos fundamentales de
esta música la expresión lírica, la fuerza de la
emoción; el ritmo llevadero; las particularidades de las escalas
musicales utilizadas; la preponderancia de tonalidades menores sobre
las mayores, incluso en piezas alegres de baile; la esbeltez de la
sensación formal siendo como son piezas musicales diminutas y
perfectas. Y, por ultimo, y por supuesto, el movimiento
pulsátil, cercano al ritmo del corazón.
A veces se ha creído apreciar en la música klezmer
una fusión de influencias foráneas: rusas, polacas,
balcánicas, gitanas, caucásicas. Pero posiblemente la
verdad esté en el opuesto: las músicas judías han
tenido una gran influencia en los folklores eslavos y llegó a
hacerse predilecta de la escuela nacionalista rusa: compositores como
Glinka, Balakirev, Borodin, Rimsky-Korsakov, Mussorgsky y hasta el
mismo neoclasicismo de Prokofiev quedaron subyugados por la magia de
esos sonidos. Un estilo en el que no es tan importante QUÉ se
toca, sino CÓMO, siendo la improvisación condición
obligada para el afloramiento del alma judía, la yidishe
neshúme. Una improvisación fruto de imágenes
de estados anímicos pasajeros, de invenciones repentinas que
dominan a sus amos sin prejuicios ni ideas preconcebidas, sino
sometidos únicamente a la imaginación creativa.
Aunque en los grupos de klezmer es inevitable que surja cierto
juego de polifonía, esta música es eminentemente
monódica. Se registran ciertos procedimientos de armonías
paralelas (terceras y sextas), posiblemente de origen alemán,
bohemio y rumano, e inclusos bordones sostenidos como el de las gaitas.
La voz superior determina la conducción de las voces, mientras
que el bajo se limita a servir de soporte armónico, y el resto
de las cuerdas completan el pedal del acorde. La estructura se
construye mediante la repetición de motivos similares. La
división regular y simétrica de los ritmos en tiempos
bailables de dos o tres pulsos lleva a una abundancia de
síncopas y prolongaciones de un sonido hasta el tiempo fuerte
del compás siguiente. Prima la ornamentación,
particularmente en piezas de lucimiento (kunst shtíkalaj).
Varios son los bailes que utilizan esta música como soporte.
Quizás el más conocido es el freilaj, que puede
ser rápido o lento, en compás de 2/4 y con dos o cuatro
partes. El sher o shérale es parecido al
anterior, pero con un tempo menos alegre y pícaro. El josidl
es un baile solo para hombres: lento, con inclinación a lo
grotesco y la ironía. El kosher tantz, a pesar de su
nombre que significa "baile puro", se basa en las danzas polonesas de
3/4 y con un tempo de marcha. También se denominan de forma
similar las adaptaciones de minuetos y gavotas a los que se le
agregarían los dreidalaj, las ornamentaciones y
variaciones propias de la música klezmer. Otro baile es
la scochena, de carácter saltarín, en 2/4 o 3/4,
y cuyo origen etimológico está en la danza ucraniana del skoczek.
La kozachtka proviene de Ucrania y Polonia, mientras que la patch
tantz se caracteriza por sus palmadas y zapateos.
Vida triste, música alegre
Aunque la existencia de klezmorím está
documentada desde la Edad Media, no es sino a partir del siglo XIX
cuando empezamos a descubrir personalidades destacadas, como el
flautista e intérprete belaruso de shtroifidl,
xilófono casero, Mijoel-Yosef Gusikov (1806- 1837), a quien el
mismo Felix Mendelssohn consideraba un genio, o los dos violinistas de
la ciudad Berditshev, cercana a Kiev (hoy Ucrania, entonces Rusia):
Abraham Kholodenko alias Pedotser (1828-1902) y Yosele Drucker alias
Stempenyu (1822-1879), cuyo nombre sigue siendo sinónimo de
virtuoso, además de Khone Wolfstahl de Tarnopol (1853-1924). De
Moldavia, que entre 1711 y 1828 estuvo bajo dominio otomano, han
perdurado los nombres de Itsik Tsambalgiu y Lemish de Beltsi, con un
estilo indistinguible del de los gitanos. La mayoría de estos
músicos tocaban de oído a diferencia de los muzikant,
de estudios académicos y altas miras profesionales. Y como
judíos se vieron expuestos a tres corrientes. Los seguidores del
partido ilustrado pronto reemplazaron la impronta klezmer por
música clásica occidental, especialmente la alemana; los
racionalistas la despreciaron por banal; pero los píos jasidíes
encontraron en sus melodías el vehículo ideal para la
elevación espiritual. La ilustración (haskaláh
en hebreo), que abogaba por una asimilación cultural, que
surgió en Alemania a finales del siglo XVIII, siendo Moshe
Mendelssohn, abuelo del famoso compositor, uno de sus mayores
impulsores. En el norte los oponentes o racionalistas mitnagdím
liderados por el sabio de Vilnius (hoy Lituania) Eliah ben Solomon
Zalman, valoraban sobre todo el estudio de los textos sagrados,
mientras que los seguidores del jasidismo de Israel ben
Eliezer, alias Ba'al Shem Toy, encontraban en la alegría, el
canto y el baile el mejor camino para expresar su amor a Dios y a la
humanidad a través del éxtasis colectivo.
Las persecuciones y la pobreza de muchos judíos del Este de
Europa a finales del siglo XIX y durante el siglo XX, llevaron a una
emigración masiva de estos territorios primero hacia el
continente americano y, desde mediados del siglo XX, a Israel. Los klezmorím
que migraron encontraron una tierra fértil para su
expresión musical no sólo en el seno de sus comunidades
de origen, sino también en otros géneros no judíos
pero igual de expresivos y comunicativos, como el jazz en Estados
Unidos o el tango en Argentina, por poner algunos ejemplos. Entre los
nombres más destacados llegados a Norteamérica figuran
Abe Schwartz (1881-1963), Joseph Frankel (1885-1953), Dave Tarras
(1897-1989) o Naftule Brandwein (1884-1963), y entre los nacidos ya en
el Nuevo Continente, Max Epstein (1912-), Pete Sokolow o Michael Alpert.
Músicos sefardíes
En las comunidades judías sefardíes del Magreb
solía ser habitual la presencia no sólo de
instrumentistas, sino de cantantes femeninas que solían
acompañarse de panderos y darbúkas. A partir del
siglo XX, la música de los judíos de las ciudades
costeras de la zona se ve muy influenciada por las corrientes
innovadoras en la música popular árabe del Medio Oriente,
mientras que aquellos asentados en el interior (Sahara y cordillera del
Atlas) muestran una mayor influencia de la música bereber (como
el uso de escalas pentatónicas y un estilo antifonal). En el
fondo del Mediterraneo, las canciones sefardíes
solían pertenecer (como en los casos utilizados en esta
grabación) al género de la copla (también llamada compla
o kompla) en judeo-español, caracterizada por sus versos
octosilábicos, y que desde el siglo XVII circulaban en pliegos
impresos.
Los músicos judíos desempeñaron un papel
importante tanto en la interpretación como en la
composición de músicas instrumentales en el mundo
islámico. Sus conjuntos solían incluir músicos no
judíos entre sus filas y abordar repertorios árabes
tradicionales desde el Magreb a Asia Central, tocando para todo tipo de
públicos y llegando incluso a ser favoritos de los sultanes.
Así, en el imperio otomano, desde el siglo XVII destacan Yahudi
Yako (que tocaba la flauta de Pan turca, o miskal), Yahudi Kara
Kash (virtuoso del laúd tanbur), Çelebiko
(maestro de música del príncipe Cantemir), Moshe Faro
(alias Musi o Tamburi Hakham Mushe) en la corte de Mahmud I, o Isaac
Fresco Romano (o Tanburi Ishaq) en la de Selim III. Ya en el siglo XX
destacan los nombres de Shem Tov Shikiar de Esmirna, Abraham Levy
Hayyat de Estambul, y en otros países islámicos Samuel
ben Dahan en Marruecos y Saud El Medioni (Saoud l'Oranais) en Argelia.
JORGE ROZEMBLUM