Moresca
/ Capella de Ministrers
Romances y cantigas entre moros y cristianos
capelladeministrers.com
CDM 1028
2010
[66:20]
1. La moresca [2:43]
instrumental
CSM 76
2. La reina Sherifa mora [4:06]
romance sefardí, tradicional de Marruecos
3. “Por fazer a mouros guerra...” [3:23]
CSM 193
4. Soneto del Faraón de Spaña [2:35]
El exiliado de Túnez (¿Ibrahim Tayhili?)
cf. MUDARRA. Soneto III. Por ásperos caminos
5. GABRIEL. Aquella mora garrida [3:40]
Cancionero de Palacio
6. [5:51]
DALZA. Caldibi castigliano
anónimo. Calvi arabi (Salinas)
7. “Como Santa Maria livrou u mouro a que queria fillar...” [3:26]
CSM 192
8. Moricos, los mis moricos [3:57]
romance viejo, Romance de Peo Díaz
cf. ENCINA. Una sañosa porfía
9. “Como Santa Maria destruyu un gran poboo de mouros...” [2:00]
instrumental
CSM 99
10. Juan del ENCINA. Levanta Pascual [2:46]
Cancionero de Palacio
11. “Twichia Nuba Asbahan” [2:13]
instrumental, tradicional andalusí
12. Luis de MILÁN. Con pavor recordó el moro [3:40]
romance de Moriana
13. “Ha moura que tia seu fillo en braços...” [3:22]
CSM 205
14. MORALES / FUENLLANA. De Antequera sale el moro [3:40]
15. Tres morillas m'enamoran [4:33]
Cancionero de Palacio
16. La mora Moraima [4:07]
romance de una morilla de bel catar
cf. ENCINA. Pues que ya nunca veis
[ & Si habrá en este baldrés ]
17. Luis de NARVÁEZ. Paseábase el rey Moro [3:31]
18. “Como una moura levou seu fillo morto a Santa Maria de Salas et ressucitou-llo...” [2:10]
instrumental
CSM 167
19. Diego PISADOR. La mañana de San Juan [4:27]
CAPELLA DE MINISTRERS
Carles Magraner
Pilar Esteban, voz
Jordi Ricart, voz
David Antich, flautas
Carles Magraner, violas
Juan Carlos de Mulder, vihuelas
Juan M. Rubio, ‘ud, zanfoña, arpa
Aziz Samsaoui, kanún
Pau Ballester, percusión
Jordi Comellas, viola baja (#10, 14 y 19)
Pedro Castro, tenor (#10 y 19)
Minerva Moliner, contralto (#19)
Disco grabado por "dbc estudios" los días 22, 23 y 24 de enero de 2010
en Saló Alfons el Magnànim del Centre Cultural La Beneficència (València)
Ingeniero de sonido, mezclas y edición: Jorge G. Bastidas
Diseño y maquetación: Annabel Calatayud
Portada: Detalle de un mosaico de la Alhambra de Granada
Depósito legal: V-716-2010
SGAE
Los moriscos expulsados: a cuatro siglos de la tragedia final
La imagen idealizada de unos reinos ibéricos medievales donde
convivían en paz y armonía cristianos, musulmanes y
judíos, formando una sola sociedad que ahora llamaríamos
"multicultural", es una visión que tiene muy poca utilidad para
comprender las condiciones reales de la historia social de aquellos
siglos. Es una visión, por otra parte, a partir de la cual no
sería nada fácil explicarse la evolución
posterior: ni la expulsión de los judíos en 1492, ni el
final dramático de los moriscos a principios del siglo XVII.
A lo largo del siglo XIII y los siguientes, a partir de las conquistas
castellanas y catalano-aragonesas, la población autóctona
musulmana quedó progresivamente en posición de
minoría marginada, al lado de unos pobladores nuevos que
ocuparon poco a poco el territorio hasta formar una mayoría
cristiana, y de una minoría reducida y segregada de
judíos urbanos: esta sería también a grandes
rasgos la composición humana, cultural, religiosa de la sociedad
valenciana entre la conquista de Jaime I y el final del siglo XV.
Después, la expulsión de los judíos, la conquista
de Granada y la conversión forzada de los musulmanes valencianos
durante la guerra de las Germanías, alterarían
sustancialmente esta imagen. Y la "limpieza étnica" de 1609-1610
la destruiría definitivamente.
Para los cristianos, las otras comunidades eran cuerpos
extraños, definidos —como ellos mismos— por la
adscripción religiosa: eran judíos, eran moros o
sarracenos, y con esto no hacía falta decir nada más.
"Mudéjar" es una palabra que aparecerá mucho más
tarde, ya en el siglo XVI, y que solemos aplicar a la población
musulmana bajo dominio cristiano. Más adelante, estos mismos
mudéjares se convertirán en moriscos tras la
conversión forzada: unos y otros son el mismo grupo
étnico-religioso, con la diferencia de que los mudéjares
eran oficialmente musulmanes, reconocidos como tales, y los moriscos
eran oficialmente cristianos. Una distinción sustancial, en el
tiempo histórico y en la situación efectiva de las
poblaciones. Con esta diferencia, empieza la segunda etapa de una
historia, la de los musulmanes bajo el poder de un estado cristiano,
que se había iniciado mucho antes, y que se acabaría
trágicamente con la expulsión de 1609-1610. Una historia
de casi cuatro siglos, que es también nuestra historia.
La hostilidad contra los mudéjares era ya antigua y profunda,
especialmente en las ciudades, tal y como se había manifestado
anteriormente en las medidas oficiales de segregación y en
numerosos asaltos a las morerías. Una hostilidad que, en el caso
valenciano, se hizo más virulenta durante la guerra de las
Germanías, al constatar que los vasallos musulmanes (obligados,
ciertamente) también formaban parte de las tropas de los nobles
que combatían contra los agermanados. En cualquier caso, en el
verano de 1521 se extendió la idea de que el bautismo de los
infieles era un propósito piadoso, que traería el favor
de Dios, y por lo tanto era incluso una obligación. Y aquel
verano mismo se produjo el desastre de las matanzas de musulmanes y de
los bautismos forzados y masivos, muchas veces bajo amenaza de muerte.
Cuando los miembros de la Inquisición (que era la
Inquisición castellana, impuesta también a los reinos de
la Corona de Aragón) fueron conscientes del regreso masivo de
los "convertidos" a las prácticas del islam, no pudieron aceptar
esta situación. Ya los bautismos forzados de los judíos a
finales del siglo XIV habían producido unos "cristianos nuevos"
demasiado sospechosos, con resultado de juicios y condenas por
judaísmo escondido, sin contar la expulsión general de
los judíos de 1492, pero la situación valenciana era
totalmente nueva. Veinte años antes de la Germanía de
Valencia, a partir de 1499, el cardenal Jiménez de Cisneros
impuso al reino conquistado de Granada una política de
conversiones forzadas y bautismo obligado de los musulmanes, hasta que
en 1502 todos los mudéjares de la Corona de Castilla
—todos los que no pudieron o quisieron huir del
país— se tuvieron que bautizar por decreto.
A pesar de la resistencia de la reina Germana de Foix y del estamento
nobiliario valenciano, la Inquisición nombró a unos
comisarios con el fin de aclarar si los mudéjares valencianos
habían recibido el bautismo de manera válida. La
conclusión, increíblemente, fue que sí: que la
fuerza no los había privado de libertad y que por lo tanto el
sacramento era válido y ellos, en cuanto que bautizados,
quedaban obligados a vivir como cristianos. A pesar de todo, los nuevos
bautizados continuaron, hasta donde les era posible, viviendo
según sus costumbres, lengua y religión. La comunidad
morisca, pues, siguió hasta la expulsión un doble sistema
de ritmos vitales: el propio, de carácter islámico, y el
que imponía la condición formal de cristianos. Y si no
podían practicar algunos preceptos, como por ejemplo la gran
peregrinación o la celebración pública de las
fiestas propias, sí que practicaban otros, como las cinco
oraciones cotidianas, dentro de casa, o incluso el Ramadán y la
circuncisión, evidentemente clandestina. El Ramadán fue
observado rigurosamente, hasta el momento de la expulsión: en
Gandía, por ejemplo, donde aseguraban que durante el día
no tenían ni hambre ni sed,...y al atardecer todos se encerraban
en casa y hacían fiesta y cenaban abundantemente. Ypara no comer
carne de cerdo, afirmaban simplemente que no les gustaba.
También en los rituales de la muerte, los moriscos
cumplían exteriormente con las normas cristianas, pero en
privado seguían la tradición musulmana; como por ejemplo
en la profesión de fe del moribundo, el lavado del
cadáver, o el entierro con la cabeza orientada a la Meca.
En su nueva condición de bautizados, los moriscos quedaron
legalmente asimilados a la población cristiana. Pero sólo
en teoría, porque la vida civil y la vida religiosa (en
principio la vida religiosa privada) continuó encuadrada por los
notables del lugar, y en primer lugar por el cadí y por el
alfaquí. Los notables de las aljamas también
acudían a los servicios de los alfaquíes como maestros de
letras árabes, expertos en la ley, médicos, redactores de
contratos matrimoniales o educadores de sus hijos. En cuanto al
mantenimiento de los "nombres de moros", el hecho es que en el bautismo
recibían un nombre cristiano, y que poco a poco fueron asumiendo
también apellidos parecidos a los de los cristianos, pero
mayoritariamente conservaron los suyos.
A diferencia del reino de Castilla, la mayor parte de los moriscos
valencianos ocupaban pueblos y comarcas enteras, donde tenían un
contacto muy escaso con los cristianos. Esto provocó que se
mantuviera de forma general el árabe dialectal como idioma
doméstico habitual y como lengua de la comunidad. En 1566,
más de cuarenta años después de la
"conversión", el arzobispo de Valencia hizo imprimir una
Doctrina Christiana, en Lengua Arauiga, y Castellana, que
demuestra la persistencia del idioma: las oraciones y otros elementos
del catecismo elemental aparecen traducidos al árabe para
hacerlos comprensibles. A finales del siglo XVI una parte de la
población morisca entendía el valenciano, y lo hablaban
muchos hombres, pero muy pocas mujeres, más aisladas en sus
pueblos. La resistencia cultural, religiosa y lingüística
de todo un pueblo fue, simplemente, admirable: bautizados, oprimidos,
vigilados, continuaron fieles a su identidad, continuaron "siempre
moros". Así lo expresaba en 1601 el arzobispo Juan de Ribera,
uno de los impulsores más decididos de la expulsión:
"Sabemos con evidencia moral...que viven en la secta de Mahoma
guardando y observando (en cuanto les es posible) las ceremonias del
Corán... Tanto que, hablando con propiedad, debemos llamarlos no
moriscos, sino moros."
La asimilación, por lo tanto, parecía imposible, y ni la
monarquía ni la iglesia lo pudieron tolerar más tiempo.
Tras muchas dudas y vicisitudes, finalmente el 4 de abril de 1609 el
Consejo de Estado propuso la deportación completa de los
moriscos hispánicos, empezando por los del reino de Valencia.
Felipe III firmaba a principios de agosto las instrucciones concretas,
incluso a pesar de la posible resistencia de los señores
valencianos, por el enorme perjuicio económico que
supondría la expulsión. Pero Juan de Ribera, a principios
de septiembre, escribió al duque de Lerma que los
señores, empezando por el duque de Gandía, "si Su
Magestad manda sacarlos, aunque el daño sea mucho, lo
recibirán con grandísima conformidad y obediencia, sin
réplica ni contradictión". La aristocracia valenciana,
domesticada, podría quejarse en privado, pero no oponerse a una
decisión del monarca. Ni contaba la opinión de los
estamentos del reino, que no fueron ni siquiera consultados.
El proceso físico de expulsión fue rápido y
fulminante. Los embarques se hicieron en tres grandes expediciones,
entre octubre y diciembre de 1609, con alguna más complementaria
a principios de 1610. Los convoyes estaban formados por galeras de la
marina real, que servían a la vez de naves de carga humana y de
custodia militar, y por una cantidad variable de barcos comerciales
grandes o pequeños. En un período de menos de tres meses,
salieron de los puertos de Alicante, Denia, Grao de Valencia, Moncofa i
Vinaroz un total de 116.000, aproximadamente, moriscos (incluidos los
insurrectos de Vall de Laguar, que fueron embarcados algo más
tarde), contados con detalle minucioso en las listas de los embarques.
A estos cabría añadir los más de 5.000 muertos en
las insurrecciones o en el curso de la deportación, y pocos
millares más de huidos por tierra o no contados. Todavía
entre 1610 y 1612 fueron capturados y enviados a Argel unos 1.500
moriscos más, entre los cuales los últimos resistentes de
la muela de Cortes, escondidos en la montaña. La
expulsión, por lo tanto, afectó a unas 125.000 personas,
aproximadamente una tercera parte de los habitantes del reino: una
magnitud enorme. Los antiguos moros o sarracenos, los antiguos
mudéjares, los moriscos o cristianos nuevos, simplemente
desaparecieron, dramáticamente, trágicamente, de todo el
territorio valenciano.
Los moriscos del reino de Castilla (donde la orden de expulsión
se publicó en julio de 1610) habían empezado ya el
éxodo a finales de 1609, dirigidos por las autoridades que
querían ahorrarse la conmoción y los problemas de la
deportación valenciana tan rápida y violenta. Unos fueron
enviados a Francia, donde embarcaron hacia Africa del Norte, los de
Murcia se embarcaron en Cartagena, y los de Andalucía en
Sevilla, Málaga y Cádiz. La documentación de la
época, abundante y detallada, permite calcular en unos 275.000
el total de moriscos de los reinos hispánicos deportados entre
1609 y 1614. Añadiendo los incontrolados, los huidos por su
cuenta, los muertos en los caminos y en las revueltas, la cifra global
se eleva a los 300.000, de los cuales casi un tercio eran valencianos.
En ningún otro territorio, por lo tanto, tendría la
expulsión un efecto tan extenso y tan profundo.
Los vacíos dejados por la expulsión masiva, los
centenares de aldeas y alquerías abandonadas, las tierras
baldías, valles enteros convertidos en espacios fantasmales
deshabitados, fueron la consecuencia inmediata de aquel final
dramático de casi cuatro siglos de historia. A pesar de la
recuperación progresiva a lo largo del siglo XVII, el
país, desde aquel momento, ya no volvería a ser el mismo,
ni desde el punto de vista nacional, ni religioso, ni cultural ni
lingüístico, ni de ocupación del territorio, ni de
poblamiento ni de producción agraria.
Cuatrocientos años después de aquellos hechos, que
supusieron una limpieza étnica sistemática y brutal,
sólo podemos especular —con fantasía
retrospectiva— sobre la hipótesis de otra solución
posible a aquel problema que parecía insoluble. Podemos imaginar
que la expulsión no hubiera tenido lugar, y que el paso del
tiempo habría conseguido una asimilación progresiva y no
traumática, hasta incorporarlos, en religión, en cultura
y en lengua, a una sola sociedad común, a un solo pueblo. No
sabremos nunca si era realmente factible: en todo caso no se supo
hacer, o no se pudo hacer. También podemos imaginar lo
contrario: que aquella "nación de cristianos nuevos" se
habría mantenido tal y como era, rechazando la religión
impuesta, y conservando hasta hoy mismo la lengua, la identidad propia
y separada, y el sentimiento de formar un pueblo diferente. Tampoco
sabremos nunca qué situaciones, adaptaciones o conflictos
supondría esto para el conjunto del país y de la sociedad
de nuestro tiempo. Esta historia fue la que fue, tuvo el final que
tuvo, y tenemos que asumirla como propia, como tantos otros episodios y
momentos cruciales. Y sentirnos de alguna manera partícipes de
aquel drama y herederos de sus consecuencias.
JOAN F. MIRA
Traducción: Angels Campos
Moresca
A veces, la reflexión y la práctica de la música
antigua plantean problemas deontológicos (siendo la
deontología la "ciencia o tratado sobre los deberes") que se
pueden traducir en problemas de conciencia; un tema curioso que no
suele formar parte de las agendas investigadoras ni interpretativas
(¿tenemos algún deber quienes nos dedicamos a esto,
más allá de la propia investigación o
interpretación de la música?). El enunciado que anima
estas notas a Moresca es el cuestionamiento de la legitimidad que
tenemos para perpetuar de la manera que fuere ciertos estereotipos y
prejuicios contra ciertos grupos humanos, que en este caso arrancan o
se codifican en las épocas que producen el repertorio musical
elegido.
Este debate ocupó hace casi dos décadas(1992) un
pequeño foro de la revista estadounidense Historical
Performance bajo el título "On Prejudice and Early Music"
centrado principalmente en la cuestión de la divulgación
del abundantísimo repertorio antisemita que se agazapa tras
mucha música medieval, al que podríamos añadir,
por el programa que nos ocupa, el directamente islamófobo, por
no hablar ya de otros colectivos (mujeres, por ejemplo) a los que
sería extensible la reflexión. Plantear el tema en estos
términos presupone una actitud y unos objetivos iniciales tanto
de talante personal como epistemológicos que atañen a la
noción de ciencia de la que se parte. Ayuda además de una
manera novedosa a expresar y dar nombre a un manojo de cuestiones
espinosas que de otra forma es difícil que adquieran
condición de debate. Por añadidura, nos pone ante dos
cuestiones que hoy, en el siglo XXI, suelen pasar desapercibidas al
oyente de música antigua: el texto y el contexto en que tal
música se concibió.
La pregunta fue lanzada por el musicólogo Lawrence Rosenwald y
sirvió de punto de partida al intercambio de impresiones.
Surgió por un concierto que el ensemble Alcatraz
realizó en 1989 en cuyo programa incluía la cantiga 34 de
Alfonso X, "Gran dereit" ("Esta é como Santa Maria fillou
dereito do judeu pola desonrra que fezera a sua omagen"). En el
programa de mano que se entregó, donde el manuscrito
alfonsí decía judeu fue conscientemente traducido
por "herético" para evitar herir susceptibilidades. El argumento
de la cantiga, explicaba el investigador, es precisamente una broma
antijudía, con lo que la traducción "políticamente
correcta" venía a enturbiar significativamente la
comprensión del contexto original. Este problema cobra
todavía más relevancia cuando el movimiento de la llamada
"música antigua" hace precisamente de la fidelidad absoluta en
la recreación una de sus proclamas fundamentales, autenticidad
que no sólo debe comprender cuestiones estrictamente musicales
(estilo, instrumentario, afinación, ornamentación...),
sino esas otras que, sin ser música, la posibilitan.
Rosenwald manifestó su oposición a esta actitud
"correctora", pareciéndole que había asistido a una
ceremonia cultural de encubrimiento. Sostenía que una sala de
conciertos no era un aula de clases, y que ningún grupo de
interpretación era la American Musicological Society, por lo que
no habían de asumir la responsabilidad de preservar la
música medieval en general, competencia que pertenece al
historiador, no al intérprete. Aun así, siempre
según él, nos sentimos incómodos al escuchar
canciones nazis de taberna o racistas, y empleamos criterios
éticos al escoger nuestros programas de repertorio a la hora de
interpretar y, añado, también a la hora de escuchar. La
cuestión es cómo debemos emplear tales criterios, puesto
que no está claro que interpretar piezas con textos repulsivos
nos ayude a afrontar las actitudes reprobables que éstos exhiben.
Como exponía el sensible observador, hay dos problemas, uno
cuantitativo y otro cualitativo. Si las expresiones ofensivas se
limitan a una o dos palabras veía bien omitirlas y sacarlas del
texto, siempre, por supuesto, explicándolo en las notas
pertinentes. Proseguía su argumentación diciendo que si
una pieza conflictiva por su contenido no era realmente sobresaliente
proponía descartarla y sustituirla por otra, consciente de que
esta salida soslaya el problema pero no incide en su núcleo
porque si buscamos textos musicales políticamente correctos muy
pocos de ellos sobrevivirían. Así, allí donde los
textos repelentes comprenden una pieza entera, habría que
emplear otros procedimientos, como una discusión después
de la interpretación... Otras opiniones que se expusieron en el
debate desarrollaron estas premisas, insistiendo en la
sustitución de términos específicamente injuriosos
hacia una determinada colectividad por otros más generales
('judío" por "pagano", "bárbaro", "infiel"...) que
expresasen así la idea de alteridad y no ofendiesen a
ningún colectivo existente hoy que pudiera verse aludido. En
este punto, añado, debemos tener bien presente que la medida del
mayor o menor carácter ofensivo vendrá definida por las
coordenadas actuales, y por nuestros criterios a la hora de interpretar
(tanto quien canta como quien escucha), y no por los testimonios
culturales históricos, por muy mediatizados que estén. En
un contexto tan distinto, estas piezas, fósiles culturales en
este sentido, no vienen condicionadas tanto por la emisión, sino
por la recepción de las mismas.
El programa que aquí se presenta incluye seis de las
cuatrocientas veinte Cantigas de Santa María de mediados del
siglo XIII atribuidas a Alfonso X el Sabio, en concreto
correspondientes a las cantigas "milagreras", las que narran sucesos
extraordinarios acaecidos por mediación de María. Si
múltiples son las fuentes textuales y musicales que se adaptan y
modifican para el corpus alfonsino, las aquí escuchadas, la
mitad en lectura sólo instrumental, inciden en el tópico
moruno, y tan pronto la Virgen resucita a un musulmán como le da
muerte. Así de paradójicas son las relaciones de
vecindad. Eran tiempos de guerra entre cristianos y musulmanes, y todas
las esferas de la cultura oficial estaban imbuidas de ese fervor de
cruzada.
De gran interés es el repertorio vihuelístico, del que se
da cumplida cuenta en Moresca. La vihuela fue el gran
instrumento polifónico hispano en el siglo XVI, y sólo
tenemos que recordar los famosos siete volúmenes de tablatura
impresos, correspondientes a otros tantos autores, así como los
manuscritos que van apareciendo, por lo que la intabulación de
romances es la prueba de su amplísima difusión. Luis de
Milán (1536), Luis de Narváez (1538), Diego Pisador
(1552), Miguel de Fuenllana (1554), cuatro de esos "siete
magníficos" pusieron contrapunto en los seis órdenes de
sus vihuelas a distintos romances. El último, a partir de una
canción de Cristóbal de Morales, el gran polifonista.
Este Romancero viejo (el medieval) cantaba y contaba historias desde
diferentes perspectivas. Los romances que podremos escuchar entran
dentro del apartado de los "históricos", y se nutren de lances
fronterizos. Aunque compuestos desde el punto de vista cristiano, no
dejan de tener una emocionante empatía con ese vecino
musulmán que, a pesar de ser oficialmente el enemigo, no dejaba
de ser primordialmente eso: vecino. Y se canta a su tristeza, y
así el moro viejo, envejeciendo a cada segundo que pasa, parte
de Antequera desesperadamente a pedir ayuda porque ha cercado la villa
don Fernando (De Antequera sale el moro). Poco después,
el último superviviente de este cerco logra pedir ayuda y son
los musulmanes los que vencen (La mañana de San Juan). Se
canta en román paladino y lo pone en solfa Diego Pisador, otro
vihuelista, cristiano también, siglo y medio después de
los sucesos. Más cercana en el tiempo, sin duda, era la
pérdida de Alhama, transmitida en uno de los romances que mayor
fortuna hicieron (Paseábase el rey moro), suceso que bien
recordaría el propio compositor, Narváez, granadino
nacido cuando el moro de leyenda, Boabdil, paseaba compungido por el
reino recién perdido. Si los cristianos se pusieron tantas veces
a la hora de relatar penas en la piel del otro (Con pavor
recordó el moro), también los musulmanes, cómo
no, dejaron testimonios estremecedores. Como el del morisco conocido
como el Exiliado de Túnez, identidad quizá
correspondiente al poeta Ibrahim Taybili (Juan Pérez para los
cristianos), cuyo escalofriante Soneto del faraón de
Spaña podemos escuchar contrahecho con la música que
Mudarra, ese clérigo sevillano que disponía de dos
esclavas negras (moras), compuso para su tercer Soneto, originalmente
con letra garcilasiana. Acertada relación que hermana bajo la
misma música dos textos preciosos y dramáticos. Si
Garcilaso de la Vega comenzaba diciendo "Por ásperos caminos soy
llevado / a parte que de miedo no me muevo"), en los catorce versos del
tunecino se compara a Felipe III, firmante de la expulsión de la
comunidad morisca, con el Faraón de Egipto, y por ende a
ésta con el pueblo judío, camino del éxodo y, en
última instancia, de la liberación.
A la vista de este contexto pergeñado a vuelapluma parece
conveniente volver a plantear si es legítimo interpretar el
repertorio de música antigua que sostiene letras cargadas de
antisemitismo o islamofobia. Creo que lo que otorga o niega legitimidad
es la voluntad con que dichos programas se realizan. En la Edad Media,
en el Renacimiento, y en el resto de épocas, asistimos al juego
y negociación de iniciativas ideológicamente enfrentadas
que encuentran su expresión en casi todos los campos,
también el musical. Es evidente que las propuestas de los grupos
sociales hegemónicos tienen más fuerza que las de los
sometidos, pero dependerá de la audacia e inteligencia de
nuestros planteamientos actuales en torno a la interpretación y
recreación del repertorio musical antiguo para que podamos hacer
audibles también las voces de la resistencia, tanto de las
minorías como la de la disidencia que habita en toda
mayoría. Son indispensables, desde luego, los programas de mano
de los conciertos, los cuadernillos de los discos, las explicaciones
que los propios intérpretes intercalen en su actuación, y
ésa es parte de la responsabilidad que se supone que asume un
grupo de estas características. Tales conjuntos (Capella de
Ministrers en nuestro caso) no tienen la obligación de preservar
la música medieval, pero sí de recrearla y hacerla
comprensible a un público de una época distinta. Lo
contrario sería comenzar una labor de censura y
desprogramación de repertorio que no soluciona ningún
problema, además de un ejercicio de amnesia histórica y
autocomplacencia muy peligrosa. No se ha hecho en este caso, y las
piezas se cantan con los textos originales, como producto cultural que
son hoy, y no como declaraciones de principios.
Uno de estos monumentos culturales que el pasado ha legado es el
Cancionero de Palacio, compilación realizada en el
tránsito entre los siglos XV-XVI (contemporánea al fin
del reino nazarí de Granada), del que se han seleccionado
composiciones de un tal Gabriel (Aquella mora garrida), el
imprescindible Juan del Encina (Levanta Pascual), u otras cuya
música se desconoce quién la compuso (Tres
morillas), pero cuyo tema y distribución estrófica
conduce a la lírica árabe. Siguiendo las pautas
compositivas de la época, Capella de Ministrers aborda, otra vez
mediante la técnica del contrafactum, es decir, la puesta
en música de unas piezas a partir de otras preexistentes,
más piezas del venerado Cancionero, como La mora moraima
o Moricos los mis moricos, ambas otra vez con sones del
reverenciado y recién citado, Juan del Encina. También se
escribieron romances en ladino, y así aparece en programa la
tercera religión que se profesó en la Península
Ibérica medieval, ya del lado cristiano, ya del islámico:
la judía. Una pieza que habla de una "reina" musulmana (un
tópico prolífico) la escuchamos en su versión
sefardí (los otros expulsados) de Marruecos: La reina Sherifa
mora. Del mismo modo, y hasta donde se puede llegar a través
de versiones procedentes de la tradición oral, un tema
tradicional andalusí (de los hispanomoros, o hispanos a secas,
como lo eran también los hispanocristianos), Twichia Nuba
Asbahan. El Calvi arabi ("Corazón por corazón
[prefiero] un corazón árabe") merece una reflexión
aparte. De discutida trasliteración, es una canción de
amor para unos, de persecución para otros, o mera jarcha.
Sabemos que la nombran Gil Vicente, Cervantes y Lope (que no el
Arcipreste de Hita, como se venía afirmando), y que cita su
melodía el gran Francisco Salinas desde su cátedra en la
Universidad de Salamanca a mediados del XVI. Nunca tanto reconocimiento
académico a una tonada popular, y como colofón su
plasmación intabulada para el laúd por parte de Juan
Ambrosio Dalza.
Este recorrido, desde el siglo XIII al XVI, aborda tres siglos de los
nueve (¡casi mil años!) en que convivencia
interconfesional y lucha fueron algo más que una
construcción teórica. La lectura de la historia se hace
siempre y necesariamente desde las aspiraciones, necesidades y
planteamientos desde donde dicha interpretación tiene lugar
porque no puede hacerse de otro modo, y no debemos delegar en otras
instancias, la fuente musical en este caso, una responsabilidad que no
le corresponde. Estos testimonios son prueba de ese sentimiento
paradójico de atracción/rechazo tan frecuente en
comunidades enfrentadas y fronterizas y hoy, una muestra de la riqueza
que tales "contaminaciones" producen. La propia moresca, una danza de
moda durante varios siglos en la cristiana Europa, es un ejemplo
más. No está mal plantearlo así cuando los medios
de comunicación informan diariamente de nuevos problemas
viejísimos de origen parecido a los que no hemos sabido, en gran
medida, dar solución.
Finalmente, a la hora de pensar la música de las comunidades
cristiana y musulmana en los reinos ibéricos medievales,
conviene tener claro un punto de partida que va a condicionar de manera
fundamental el repertorio que vamos a escuchar. Se trata de saber
cómo se ha transmitido la música cristiana y musulmana,
que han seguido caminos muy distintos. La primera (en su repertorio mal
llamado "culto") articuló desde época altomedieval
técnicas específicas para fijar ritmo y melodía,
la notación musical, que fue un apoyo básico a la memoria
o a la transmisión oral. Por el contrario, la música
musulmana, judía, y el repertorio cristiano tradicional, se
valieron exclusivamente de este último procedimiento para
trasladar su acervo a las generaciones siguientes, sin mediación
de escritura de ningún tipo.
En estos tiempos nuestros en que el registro, codificado de una u otra
forma, y la repetibilidad exacta de lo registrado invaden todos los
soportes (cedés, códigos binarios, o archivos
informáticos), juega en desventaja la memoria y su potencia. Lo
que no se graba se pierde si no se actualiza constantemente, y eso es
lo que ha pasado, con el devenir de los siglos, con los repertorios
musulmán y judío casi en su conjunto, y con el cristiano
de corte más popular. Pero incluso las melodías
transcritas, cuando se pueden leer, que no siempre, son sólo un
pálido reflejo de lo que la práctica musical
contemporánea recreaba. Por ello la necesidad de
investigación (musicología) y de músicos con mucha
especialización para interpretarlas, y aquí dejamos las
notas y cedemos el sitio a Capella de Ministrers.
JOSEMI LORENZO ARRIBAS
La imagen sonora "del otro" en el siglo de oro hispánico
Durante la Edad Media, el orientalismo se asociaba en Europa a una
visión de enemigo potencial o real, con todos los atributos de
esta situación, modulados por una amplia gama ideológica,
desde la repulsa a la admiración e imitación, resaltando
su valentía a la vez que su crueldad. Con el advenimiento de la
Edad Moderna se produce un proceso de transculturación entre
comunidades marginales: judíos, moriscos, gitanos, negros, y el
pueblo de los substratos sociales más bajos, junto a movimientos
de mestizaje de ida y vuelta con Latinoamérica.
En el caso español, en una primera etapa, dichas comunidades
participan en determinados procesos festivos, simbolizando la grandeza
y extensión de la unión de las coronas de Castilla y
Aragón, y fundamentalmente, del Imperio de los Austrias
(especialmente en el período de Carlos V). La unidad y
cohesión del Imperio, desde Felipe II, se basa y refuerza en la
ideología de la ortodoxia religiosa, y en la homologación
de las costumbres, produciéndose una fuerte aculturación
en las comunidades marginales conquistadas. Así, el edicto de
1566, redactado en la villa de Madrid, sobre "las reformas de las
costumbres de los moriscos", prohibía a los mismos su forma de
vestir, hablar, tradiciones culinarias, instrumentos musicales,
canciones, melodías, etc., y que culminará con la
rebelión de los moriscos o rebelión de las Alpujarras de
1568 a 1570, y su posterior expulsión de los reinos de
España en 1609-10. Situación de aculturación y
marginalidad que se mantendrá hacia "las otras" comunidades
durante el siglo XVII.
La música de al-Andalus tendrá diferentes focos de
recepción: países del Próximo Oriente para los
repertorios de muwašša[size=10pt]ḫ[/size]as y
zéjeles, países del Norte de Africa para los
repertorios de las nūbas, la Curva del Níger con su
cultura andalusí "Arma", así como la
diáspora de las comunidades sefardíes por el mundo.
En la Península Ibérica la imagen del otro, de la cultura
islámica, se verá reflejada en una serie de obras
musicales, romances y piezas teatrales, que estudiaron M. S. Carrasco
Urgoiti y M. Alvar entre otros. La temática es la nostalgia por
la partida, el amor cortés, la valentía y caballerosidad,
los romances fronterizos, etc.
Nuestra visión actual en el imaginario colectivo del
orientalismo hunde sus raíces en el siglo XVII y
fundamentalmente en el XVIII, en donde se generarán nuevas ideas
que para el europeo identificaban lo oriental: el harén, el
baño, y el guarda del serrallo. El siglo de "las luces"
adoptará -además- nuevas actitudes, sobre todo con los
monarcas ilustrados. No obstante, las ideas de la Enciclopedia
convivirán con casticismos locales y una moda que
revalorizará lo popular. Rousseau establecerá los
fundamentos de una primera visión moderna de "los otros", y el
"buen salvaje" será un paradigma ideológico, junto a
otros enciclopedistas. Indagar en el juego de espejos y en la
evolución del concepto del "otro" en el renacimiento y
manierismo nos descubre un nuevo paisaje.
Capella de Ministrers, bajo la dirección de Carles Magraner, nos
ofrece en esta grabación: Moresca, una
aproximación a este imaginario, desde el rigor, la calidad y los
nuevos criterios de interpretación de la música antigua,
continuando con una trayectoria sólida y bien consolidada.
REYNALDO FERNÁNDEZ MANZANO